El brazo metálico realiza el mismo movimiento una y otra
vez, colocando tapones en viales que rezan acabar con la celulitis, con las
grasas de más, con tu vida de mierda. En el contrato pone ocho horas, en la
realidad parece horario infinito. El brazo tiene tríceps de acero salpicados
por productos pasado de lote y manchas de grasa. Veinte mil en ocho horas. Si
tienes suerte. Los envases van bailando por la cinta de dos en dos, sin nombre
propio ni un mal número de serie. Envases impersonales esperando recibir el
tapón que los complete.
La máquina no mira ni a un lado ni al otro, existe ajena a
las presencias conocidos o aún por conocer. Conjunto de metales nacidos en
Italia y que morirán, con toda seguridad, en algún rincón de La Mancha donde
Don Quijote pisó de camino a alguna hilarante aventura por vivir. Seguro que él
sabía de estas locuras de la vida, seguro que él sabía que todo seguirá en pie
mientras las estadísticas aseguren que somos productivos, que podré seguir
engrasando ese brazo metálico por un tiempo más mientras canto cualquier
canción que se me venga a la cabeza en ese momento, y que será la nana de sus
descansos entre producto y producto.
Un par de operarios con auriculares y enfundados en batas
azules son los encargados del correcto funcionamiento de la máquina. Ayer, un compañero
perdió un dedo intentando conseguir no parar la producción, hoy está en
quirófano mientras los cirujanos intentan que pueda volver a señalar cual es la
carretera que lleva a Mestanza, o cual es la chica que le gusta en la
discoteca.
Los misterios de la producción en serie son sencillos y
fácilmente asimilables. Pero nadie nos avisó del ruido infernal que genera la
masiva fabricación del siglo XXI. Excavadoras, camiones de la basura,
taladradoras, televisiones donde se ve Telecinco, fábricas, verduleras en
patios de vecinas, bocinas de coches… Si me hubieran avisado en el colegio del
ruido que genera nuestra sociedad actual, habría optado por vivir en el pueblo
de mis padres, plantar mi huerto, vivir con mi perro y sentarme en una hamaca
en el patio a ver como el sol va de aquí para allá sin jefes que le digan que
este fin de semana también tendrá que echar horas extras. Pero este es el
precio de pensar que puedes con todo y contra todos, que, al llegar a casa, la
nana que te acuna es el incesante ruido de los tapones siendo colocados en los
envases, a unas 50rpm.
No sé, creo que ahora mismo estoy atrapado en mitad de un
eterno bostezo, entre Ciudad y Real, pleno círculo urbano, plenas colas en
Mercadona y plenos cigarros a medio terminar. Estoy en mitad de la cinta que
lleva los viales, pero alzó la vista y no veo el brazo que me ponga el tapón y
me complete.
Pero ya es demasiado tarde para cambiar y ser otra persona
diferente. Para que me guste el olor que trasmite la tranquilidad del campo,
del viento meciendo los olivos, del azahar y del tomillo, del otoño tirando
hojas al suelo, del rocío por las mañanas, de las rosas. De la tierra mojada.
Ya no puedo forzar ese sentimiento. No puedo evitar que me atraiga el olor a
electrodoméstico, a lavavajillas, a detergente, a cenicero, a la decadencia de
las esquinas de mi ciudad, de Repsol y de Fertiberia. El olor de unas manos que
han estado fumando y trabajando todo el día, al secador de mi madre, el olor a
libro viejo de páginas amarillentas, a tubos de escape de autobuses, a oxido de
un columpio, el olor a tinta de pilot, a tipex, a balón desgastado por tirar a
trabuco, a punterón. El olor de mi profesora de literatura del instituto. Si,
sobre todo ese último.
Y tu olor, claro, tenía que aparecer por mi cabeza tu
maldito olor.
Recuerdo uno de tantas tardes que quedamos en la cafetería.
Tú ya estabas dentro, esperando, enfadada otra vez porque había llegado tarde.
Nunca había pensado que fuera un impuntual hasta que te conocí. Recuerdo que te
conté alguna tontería que había leído ese mismo día, pero no te intereso mucho.
Apenas cinco minutos de charla fría y te fuiste del local de mala manera. Todas
las mesas me miraban, incluso el camarero, que tantas escenitas como esa habrá
visualizado en su contrato de media jornada. Plantado en medio de la cafetería,
como en las películas. Hasta la máquina de tabaco había sido más agradable que
tú: “Su tabaco, gracias”. Qué maravilla el siglo XXI. Aunque la gente te odie,
siempre estará Siri para darte los buenos días. ¿No es genial?
En fin, te largaste, si, como todos nos largamos. Pero tu
sabías nadar, y yo me quede en esta ciudad cuya corriente me arrastra en el
mismo sentido de la circulación. Desordenado como una tienda de ropa el primer
día de rebajas. No se me ocurre una comparación mejor.
Me gustaba verte dormida. Eras silenciosa, no había peligro
de decepcionarte, ni de discutir. Era uno de esos momentos perfecto para
plasmar en el álbum de recuerdos, el momento en el que entran los violines y la
película adquiere la categoría de pastelosa e infumable. Nos tenemos el uno al
otro. Perdón, nos teníamos el uno al otro.
Se me hace tarde. Mi compañero ha perdido un dedo en el
trabajo, y hoy me toca a mí jugarme la mano en la misma máquina. Deséame suerte.