Cubierto de polvo y ceniza, escapé del estallido del volcán.
Con el paso lento del que sabe que está condenado a muerte, camino de su
perdición. Con la paz interior rota, y las tripas en la mano. Pero escapé de
allí. Ni sano ni salvo. Pero lo conseguí.
Como un soldado que vuelve de la guerra, ya no soy capaz de
imaginarme inmerso en esa estabilidad exasperante, donde todo el contenido del
ser humano se coagula en medio de una borrachera masiva de paz y armonía, un
mundo de jaulas que salen en busca de un pájaro a quien encarcelar, quizás por
un tiempo, quizás por bastante más.
Aquí dentro ha cambiado el sentido de los instintos. Se han
destapado como unos animales que aprendieron a vivir sin ver la luz del sol,
rodeados de caos, que terminó por engullirlos.
Digan lo que digan, este proceso ocurre gradualmente. Te
diriges hacia la deriva, pensando que siempre podrás remar hasta la orilla si
algo sale mal. Y mientras te dejas arrastrar por la corriente, notas como tu
amor propio te dice que esta, oficialmente, listo para abandonarte. Y,
realmente, aquello fue agradable.
Quizás lo que más se necesite para vencer, sea el miedo. Por
mi parte y desde entonces, nunca he deseado otra cosa que miedo. Porque
entonces sabrás que, el día que menos te lo esperes… Tampoco pasará nada. Y eso
es maravilloso.