martes, 30 de agosto de 2016 | By: Samuel R

LA CHICA QUE NO ENTENDÍA DE VINOS

Estoy harta de los clientes y de trabajar en esa tienda- dijo ella mientras tomaba el primer trago del cubata que acababa de servirle. Debí de pasarme con la cantidad de alcohol, porque se le arrugaron las facciones y me miró con cara de “¿estás loco?”. Suele pasarme, bebo con los ojos y me creo que los demás también lo harán.

“No te preocupes, que te echo otro…”- dije mientras me levantaba del suelo y cogía su vaso. Ella me agarró del brazo y me dijo que no me preocupara. Yo me quede mirando su mano. Desee que no me soltara nunca. Pero me soltó. Y yo volví a sentarme frente a ella con las piernas cruzadas.

Estábamos en medio del salón de mi casa como dos indios apaches, en mitad de la noche mientas todos los muebles nos miraban desde las esquinas. Fuera no se oían coches ni gente, el frío había espantado las ganas de fiesta de la ciudad. Al menos hoy así lo parecía. Todo lo que había a nuestro alrededor era la luz amarilla de una lámpara lejana, y humo. Mucho humo. Teníamos un juego que consistía en que uno de los dos decía: “Oye, ¡hace mucho que no fumamos!”, el otro tenía que invitar a tabaco. Así formamos aquella atmósfera que nos negábamos a liberar a cambio de que el frío del invierno entrara por la ventana. Si había que elegir entre frío o humo, por el momento, preferíamos humo.

“Está bien, sigue contándome que te ha pasado en la tienda”. 

Ella comenzó a contar una historia sobre la insoportable gilipollez del ser humano. No hacían falta muchos detalles, conozco a ese tipo de personas. Esas que salen de casa para descargar su mierda sobre los comercios locales. Bancos, tiendas de móviles, tiendas de ropa… cualquier sitio les parece bien para montar la escena de sus vidas. Qué pena que esa gente no muera sola.

Pero su historia se alargó con demasiados detalles y acabé perdiendo el interés. Ver a una persona quejarse demasiado rato no es atractivo (recuérdalo tú también chaval). La verdad es que aquel relato hizo que me alegrara de trabajar escondido de la sociedad. Es cierto que nunca conocería a nadie, pero, por otro lado, visto así también era algo bueno.

En mi cabeza comencé a tararear la canción que estaba sonando por el reproductor. Era Summertime Sadness, de Lana del Rey. Quería interrumpir su monologo para cantarla con ella, pero no encontraba el hueco. Desgraciadamente Lana no alargó la canción para darme otra oportunidad y la que sonó a continuación no la conocía, así que tuvo que encontrar otro entretenimiento.

Ella llevaba puesto un jersey grande de color marrón. Ese tipo de ropa extra grande que algunas mujeres saben llevar sin parecer que van disfrazadas. Uno de sus hombros sobresalía por la anchura del cuello y dejaba entrever un tatuaje. Era el símbolo de infinito. Era mucho más interesante ver su hombro que su tatuaje, aunque no fuera infinito.

Finalmente, terminó de descargar sus ganas de matar a las clientas. Empezamos a cantar. Seguimos bebiendo. Me invito a un cigarro. La noche invernal siguió avanzando con su paso lento y frío.

-Se nos ha terminado el ron. ¿Tienes más? Aún es pronto – dijo ella.
-No me queda. Solo una botella de vino. Ni siquiera sé cuánto lleva en la nevera.
-Me parece que los vinos no se guardan en la nevera si no los has abierto.
-Ni idea. No entiendo de vinos.
-Yo tampoco, sácala y nos la bebemos, a ver si aprendemos algo.

Busqué dos copas de vino, las lavé y las llené hasta arriba. Bridamos y dimos el primer sorbo. No estaba ni bueno ni malo, pero nos haría el apaño para lo que quedaba de noche.

- Me habría encantado luchar en la Guerra Civil
- Eres una chica, no te habrían dejado.
- Da igual. Es... como una metáfora. Lorca fue asesinado en la Guerra Civil. Y Hemingway salió con vida. Otros se exiliaron. Yo creo que los que se fueron hicieron mal. Yo hubiera querido estar allí y lanzar bombas al enemigo. Estamos aquí, bebiendo vino, en vez de allí. Si ahora hubiera otra guerra, ningún poeta morirá. Las metáforas han muerto junto al siglo XX.
- Aquello no fue ninguna metáfora. Fue algo real.
- No lo entiendes.

Supongo que no lo entendí. Preferí dejar de contestar y mirar mi copa de vino, porque me daba vergüenza mirarla a los ojos. Baje un poco la música para pensar mejor y encontrar otro tema de conversación.

- ¿Sabes que van a estrenar Lolito?
-Sí, la historia del chaval ese, Ben Brooks, como Lolita pero al revés, un chico de 15 años y una mujer de 50.
-Es raro, ¿verdad? Ese chico tiene que estar mal de la cabeza.
-A mí tampoco me gustaría ser ella. Quizás por eso quiero ver la película.
-Sí, deberíamos ir.
-Deberíamos.

Aquel deberíamos dio vueltas por la habitación como un canario buscando una jaula donde dormir. Pero no había jaula, estaba condenado a una infinita libertad.

La noche acabó y ella se fue a su casa. Le dije que se quedará a dormir, pero no quiso. Le dije que la acompañaba a casa, pero no quiso. Le dije que el próximo día iríamos al cine. Y solo sonrió. En aquel momento supe que aquella sonrisa seria lo último que vería de ella. Y así fue.

Varios días después de su supuesta y completamente inexplicable desaparición, llamé a una vieja conocida para que me acompañara al cine a ver aquella película. Yo aparecía y desaparecía de su vida con mucha frecuencia, pero como ella me lo permitía, no había ningún problema en utilizarla una vez más.

Quedamos en la misma puerta del cine. Nos dimos dos besos, entramos en la sala y nos sentamos.

- ¿Sabes? Yo solo voy al cine por las palomitas – dijo ella.
- Ok. Voy un momento al baño.
Y no volví.

Porque en ese momento comprendí que estar con alguien con quien no conectas es un camino mucho más rápido hacia la soledad que estar solo.

Así fue como entendí porque la chica de la otra noche tampoco volvió.
lunes, 15 de agosto de 2016 | By: Samuel R

LA DISTANCIA SE MIDE EN CIGARROS

Para un fumador, la distancia se mide en cigarros. Y ella estaba a un cigarro de empezar a interesarse por mí. Me había propuesto dejar de fumar, pero menos mal que fui débil y no lo deje porque, caminante, el camino se hace invitando a tabaco en la puerta de una discoteca de una noche cualquiera.

Así debería haber cantado Serrat la canción, a mí por lo menos me habría hecho un gran favor. Quizás él no tenía los mismos problemas que yo y no tuvo que luchar contra piaras de hombres invitando a chupitos a todas las presas que entran en su campo de visión mientras tu elevas la voz intentando decir algo que llame su atención entre tanto decibelio enloquecido.

Pero la batalla cambió de dirección cuando salimos a la puerta y esa niña de la pedanía empezó a tararear una canción de Rubén Pozo con mi cigarro en la boca. Porque así fue como ella y yo descubrimos que éramos del club de Rubén antes que Leiva, de Ferreiros, de 500 días juntos, de llorar viendo películas pero no en la vida real, de los que dan besos a sus perros, de los que prefieren estar durmiendo a casi cualquier cosa, de los que van con Garzón, de los que piensan que no merece la pena traer a más bebes a un mundo donde aún no se han terminado los libros de juego de tronos.

El resto del interludio entre ella y yo apenas duró nada: volvemos dentro del jaleo musical, dos pasos buscando a sus amigas desaparecidas, una respiración profunda y desacompasada, un gesto de timidez que sirve como señal para mí (quien sabe si falsa y ensayada delante del espejo para cualquiera).

Ella ha bebido. Yo he bebido. Ella ha bebido más. Ella cierra los ojos y ya no está mirando hacia la discoteca ni hacia sus amigas ni hacia la playa. Ahora ella es el mundo y soy yo quien está mirando hacia ella buscando la música, las olas y el alcohol. Ella se abandona y me pide que la acompañe. Yo me abandono y la acompaño.

Ahora tiene ansiedad por salir de la discoteca, por arrollar a la gente por las calles mientras me besa torpemente y sin mantener el equilibrio. Tiene ansiedad por empujarme contra la pared y salir corriendo calle abajo para que la encuentre. Si se lo propusiera, podría atracar un banco, quemar una vivienda, aprender alemán o hacer una maratón. Lo que ella quisiera. Y lo que quiere esta noche es abrir portales de un calentón.

La Luna, aquí, tiene un rostro diferente al que tiene cuando la miro desde mi casa, y la gente habla en tono distinto según caminas hacia el sur. Está bien. Me gusta estar aquí. Estoy en la parada de taxis, amaneció, vuelvo a casa. Hay un grupo de mujeres peleándose con dos tíos por subirse al mismo taxi. Yo me saco un cigarro aplastado y me lo enciendo. No tengo prisa. Está todo bien. Este ballet de taxis veloces y acentos de sur me gusta.

Yo lo celebré con Cartojal y unos amigos a los que considero familia. Ella en un reservado vete tú a saber con quién. No hace falta saberlo, la serie ha terminado. No era necesario hacer siete temporadas y un spin off para acabar aquello. Con los capítulos vividos y bebidos teníamos suficiente para encajar la trama. Si nos veíamos al día siguiente haríamos lo mismo que cuando te encuentras a tu vecino en los pasillos de Mercadona, se le saluda la primera vez y se le ignora en el resto de los pasillos. No había maldad en aquella decisión. Simplemente hay veces que lo que tiene sentido de noche ya no lo tiene al día siguiente.

Hace poco leí en Facebook una frase de esas que tanta rabia me dan, vaya usted a saber por qué. Decía: “Todo acaba bien si esperas lo suficiente”. Pues no amigo, no. No vuelvas a esperar a que la situación haga por ti lo que no te atreves a hacer solo.


No hay situación. No hay excusas. No hay gente. Como la mayoría de las veces, solo eres tu contra ti mismo. Y no eres precisamente Rafa Nadal jugando cuatro partidos al día en los juegos olímpicos, más bien eres Usain Bolt corriendo 100m y yéndote a casa a descansar. Así que corre esos 100m para conseguir el oro, cabrón.