Estoy harta de los clientes y de trabajar en esa tienda- dijo
ella mientras tomaba el primer trago del cubata que acababa de servirle. Debí
de pasarme con la cantidad de alcohol, porque se le arrugaron las facciones y
me miró con cara de “¿estás loco?”. Suele pasarme, bebo con los ojos y me creo
que los demás también lo harán.
“No te preocupes, que te echo otro…”- dije mientras me
levantaba del suelo y cogía su vaso. Ella me agarró del brazo y me dijo que no
me preocupara. Yo me quede mirando su mano. Desee que no me soltara nunca. Pero
me soltó. Y yo volví a sentarme frente a ella con las piernas cruzadas.
Estábamos en medio del salón de mi casa como dos indios
apaches, en mitad de la noche mientas todos los muebles nos miraban desde las
esquinas. Fuera no se oían coches ni gente, el frío había espantado las ganas
de fiesta de la ciudad. Al menos hoy así lo parecía. Todo lo que había a
nuestro alrededor era la luz amarilla de una lámpara lejana, y humo. Mucho
humo. Teníamos un juego que consistía en que uno de los dos decía: “Oye, ¡hace
mucho que no fumamos!”, el otro tenía que invitar a tabaco. Así formamos
aquella atmósfera que nos negábamos a liberar a cambio de que el frío del
invierno entrara por la ventana. Si había que elegir entre frío o humo, por el
momento, preferíamos humo.
“Está bien, sigue contándome que te ha pasado en la
tienda”.
Ella comenzó a contar una historia sobre la insoportable
gilipollez del ser humano. No hacían falta muchos detalles, conozco a ese tipo
de personas. Esas que salen de casa para descargar su mierda sobre los
comercios locales. Bancos, tiendas de móviles, tiendas de ropa… cualquier sitio
les parece bien para montar la escena de sus vidas. Qué pena que esa gente no
muera sola.
Pero su historia se alargó con demasiados detalles y acabé
perdiendo el interés. Ver a una persona quejarse demasiado rato no es atractivo
(recuérdalo tú también chaval). La verdad es que aquel relato hizo que me
alegrara de trabajar escondido de la sociedad. Es cierto que nunca conocería a
nadie, pero, por otro lado, visto así también era algo bueno.
En mi cabeza comencé a tararear la canción que estaba
sonando por el reproductor. Era Summertime Sadness, de Lana del Rey. Quería
interrumpir su monologo para cantarla con ella, pero no encontraba el hueco.
Desgraciadamente Lana no alargó la canción para darme otra oportunidad y la que
sonó a continuación no la conocía, así que tuvo que encontrar otro
entretenimiento.
Ella llevaba puesto un jersey grande de color marrón. Ese
tipo de ropa extra grande que algunas mujeres saben llevar sin parecer que van
disfrazadas. Uno de sus hombros sobresalía por la anchura del cuello y dejaba
entrever un tatuaje. Era el símbolo de infinito. Era mucho más interesante ver
su hombro que su tatuaje, aunque no fuera infinito.
Finalmente, terminó de descargar sus ganas de matar a las
clientas. Empezamos a cantar. Seguimos bebiendo. Me invito a un cigarro. La
noche invernal siguió avanzando con su paso lento y frío.
-Se nos ha terminado el ron. ¿Tienes más? Aún es pronto –
dijo ella.
-No me queda. Solo una botella de vino. Ni siquiera sé
cuánto lleva en la nevera.
-Me parece que los vinos no se guardan en la nevera si no
los has abierto.
-Ni idea. No entiendo de vinos.
-Yo tampoco, sácala y nos la bebemos, a ver si aprendemos
algo.
Busqué dos copas de vino, las lavé y las llené hasta arriba.
Bridamos y dimos el primer sorbo. No estaba ni bueno ni malo, pero nos haría el
apaño para lo que quedaba de noche.
- Me habría encantado luchar en la Guerra Civil
- Eres una chica, no te habrían dejado.
- Da igual. Es... como una metáfora. Lorca fue asesinado en
la Guerra Civil. Y Hemingway salió con vida. Otros se exiliaron. Yo creo que
los que se fueron hicieron mal. Yo hubiera querido estar allí y lanzar bombas
al enemigo. Estamos aquí, bebiendo vino, en vez de allí. Si ahora hubiera otra
guerra, ningún poeta morirá. Las metáforas han muerto junto al siglo XX.
- Aquello no fue ninguna metáfora. Fue algo real.
- No lo entiendes.
Supongo que no lo entendí. Preferí dejar de contestar y
mirar mi copa de vino, porque me daba vergüenza mirarla a los ojos. Baje un
poco la música para pensar mejor y encontrar otro tema de conversación.
- ¿Sabes que van a estrenar Lolito?
-Sí, la historia del chaval ese, Ben Brooks, como Lolita
pero al revés, un chico de 15 años y una mujer de 50.
-Es raro, ¿verdad? Ese chico tiene que estar mal de la cabeza.
-A mí tampoco me gustaría ser ella. Quizás por eso quiero
ver la película.
-Sí, deberíamos ir.
-Deberíamos.
Aquel deberíamos dio vueltas por la habitación como un
canario buscando una jaula donde dormir. Pero no había jaula, estaba condenado
a una infinita libertad.
La noche acabó y ella se fue a su casa. Le dije que se
quedará a dormir, pero no quiso. Le dije que la acompañaba a casa, pero no
quiso. Le dije que el próximo día iríamos al cine. Y solo sonrió. En aquel
momento supe que aquella sonrisa seria lo último que vería de ella. Y así fue.
Varios días después de su supuesta y completamente
inexplicable desaparición, llamé a una vieja conocida para que me acompañara al
cine a ver aquella película. Yo aparecía y desaparecía de su vida con mucha
frecuencia, pero como ella me lo permitía, no había ningún problema en
utilizarla una vez más.
Quedamos en la misma puerta del cine. Nos dimos dos besos,
entramos en la sala y nos sentamos.
- ¿Sabes? Yo solo voy al cine por las palomitas – dijo ella.
- Ok. Voy un momento al baño.
Y no volví.
Porque en ese momento comprendí que estar con alguien con
quien no conectas es un camino mucho más rápido hacia la soledad que estar
solo.
Así fue como entendí porque la chica de la otra noche
tampoco volvió.