lunes, 20 de marzo de 2017 | By: Samuel R

HABEMUS CÉSAR

Yo solo quiero ver arder el mundo. Regar las ciudades de pólvora. Autopistas y puentes. Edificios de pisos y complejos hoteleros. Panaderías y estancos. Ministerios de incultura y centro comerciales. Soltar la chispa inadecuada y verlo todo desaparecer.

Y mientras tú gritas de puro estupor, mientras tu boca se abre y la saliva se resbala a través de las comisuras, yo habré cruzado media Europa de un salto hasta llegar a África. Mientras este mundo arde, yo miraré al cielo durante apenas unos minutos, pero en ese tiempo habré devorado siglos de historia, habré recogido lo poco que haya sobrevivido para exponerlo en el museo de la decadencia. Y el resto se pudrirá. ¿Acaso importan los molinos que no visitó Don Quijote? Claro que no.

Yo solo quiero coger todo lo que omiten las películas y colocarlo bien alto en el cielo, en negrita. Porque vivimos en una época que exige violencia y falta de respeto, pero solo tenemos abortos en perfecto estado de descomposición, listos para su exposición. El mundo está claramente deshumanizado, de modo que la única solución que ven mis ojos es volver a empezar: vivir como un animal, un pirata, un bárbaro, un monstruo, una bestia.

Si mañana se declara la guerra y me llaman para ir a filas, me colocaré en la vanguardia con el fusil bien sujeto y lo hundiré en el pecho de cualquiera que se ponga en mi camino. Empaparé sus camisas de sangre y vergüenza. Y si la orden de mi capitán es matar mujeres y niños, morirán mujeres y niños. 

He llegado hasta el extremo del alma y no he visto nada. No hay nada más que hacer. Solo puedes revertir el camino recorrido y volverte poco a poco un salvaje, despojarte de la carne hasta que solo quede el esqueleto. Y, entonces, abalanzarte sobre todo lo que quieras y devorarlo. Vivir de cualquier manera y a toda costa, pase lo que pase. 

Mi espíritu está muerto pero mi carne está viva y respira. Mi moral me esclaviza. Mi cama es lo más parecido a una plancha de acero. Soy un gigante y acabo de hacer emerger el Altas con mis propias manos. Soy el César y sostengo el cielo sobre mis hombros, ¡Habemus César! Todos los días que hay entre el día que nací y el día que me toqué morir, son solo míos. Ahora soy un lobo que acaba de despertar del largo invierno, flaco y hambriento. Cazaré para engordar.
domingo, 5 de marzo de 2017 | By: Samuel R

LOS DÍAS QUE MENOS ME GUSTAN

Estos son los días que menos me gustan. Cuando los besos guardan los engaños de miles de vidas pasadas que perpetramos en la nuestra. Cuando los móviles hablan más que nosotros, y la gente sigue muriendo igual que siempre. Se elevan y desaparecen, exactamente igual que el humo de un cigarro. Y nuestros besos continúan las mentiras de nuestros antepasados y los móviles cuentan lo que no nos atrevemos. Y solo se elevan los muertos. Y tú sabes volar, y yo pensaba que también sabría, pero no. Así que tengo que mirarte desde aquí.

Tengo que quedarme con los pies en el suelo, viendo como algunos hombres nos aleccionan sobre la vida, pero lo hacen mal. Desafinan, sus bolígrafos patinan, no tienen pulmones, no entienden de música. Ellos se arreglan y crean la escena apropiada. Suben a los escenarios de turno y dicen lo que gente quiere oír: Que todo acabará saliendo bien. Pero no están diciendo nada, solo cantan. Pero no tienen la voluntad de cantar, no lo arrancan a cuchilladas de sus huesos. No están sufriendo ni expiando sus pecados. Su canto es demasiado forzado, demasiado irreal. O no lo suficiente. No lo sé.

Estoy convencido que cuando el cielo caiga sobre sus cabezas, la música triunfara por fin y se oirán los cantos que deben ser escuchados. Los poseídos, los que arden por dentro, los locos que tienen buen oído para oír lo que la vida está diciendo. Pero tú no lo oirás. Tu estarás flotando lejos de mí, lejos del suelo. ¿Verdad que desde allí arriba todos parecemos hormigas? No creo que en realidad seamos algo mayor. Al menos así lo veo en días como estos, en los que me retuerzo entre las sabanas o deambulo a oscuras por el salón mientras oigo el zumbido del televisor del vecino.

Las estaciones se alejan poco a poco. Las nubes se divorcian del cielo. Las alas rotas de todas las almas de esta ciudad se agitan a la vez. Oigo las mías, pero ya no oigo las tuyas, creo que ya estás demasiado lejos.


Estos son los días que menos me gustan. En los que yo me quedo en tierra y tú vuelas. Yo me quedo aquí, acompañado por el zumbido del televisor de mi vecino.