Algunas mujeres son más grandes que otras, y la mayoría de
los hombres no se dan cuenta. Ellos las siguen tratando como a las demás, sin
percibir que podrían aplastar las murallas de tu castillo con pocas palabras.
Las puedes ver pasear por los parques; se ven solas, aunque
vayan acompañadas. Otras están en casa esperando a que se cuezan las judías,
mirando el extractor de la cocina, pensando en Dios sabe qué. A veces están
sentadas detrás de una mesa firmando papeleo. Otras veces van corriendo con la
mochila en la mano porque llegan tarde a clase.
Puedes ver en su mirada que vienen huyendo de aquellos que
mataron a Lorca, de los choques de autopista y de las etiquetas prediseñadas.
Sólo riegan las rosas que tienen espinas y sus bocas saben a vinagre. Caminan
por las veredas en pleno verano, devolviendo la sonrisa al Sol con el ímpetu de
mil dioses, aunque estén tristes.
Cambian a menudo de parecer y se contradicen a sí mismas.
Muchos de nosotros nos desesperamos intentando encontrar grietas en su soledad por
las que entrar y echar un vistazo al interior. Sabíamos cómo eran ayer, pero no
sabremos cómo serán mañana.
Han venido a parar a nuestras ciudades por un golpe de viento
del norte y traen poesías imposibles como rehenes en sus corazones. Cuando las
noches se echan a perder y solo oigo chorradas por aquí y por allá, cuando la
Luna se avería y anuncia que es hora de volver a casa, es cuando más pienso en
ellas.
Sus bocas queman de forma sobrenatural, y hay tantos y tantos
que huyen despavoridos al rozar tal sensación, que ellas ya no saben a dónde
ir. Supongo que, si nosotros seguimos sin diferenciar a las mujeres grandes de
las demás, se irán a vivir con los marcianos. Lejos de aquí, allí donde
encuentren a quien les entienda.