Para un fumador, la distancia se mide en cigarros. Y ella estaba
a un cigarro de empezar a interesarse por mí. Me había propuesto dejar de
fumar, pero menos mal que fui débil y no lo deje porque, caminante, el camino
se hace invitando a tabaco en la puerta de una discoteca de una noche
cualquiera.
Así debería haber cantado Serrat la canción, a mí por lo
menos me habría hecho un gran favor. Quizás él no tenía los mismos problemas
que yo y no tuvo que luchar contra piaras de hombres invitando a chupitos a
todas las presas que entran en su campo de visión mientras tu elevas la voz
intentando decir algo que llame su atención entre tanto decibelio enloquecido.
Pero la batalla cambió de dirección cuando salimos a la
puerta y esa niña de la pedanía empezó a tararear una canción de Rubén Pozo con
mi cigarro en la boca. Porque así fue como ella y yo descubrimos que éramos del
club de Rubén antes que Leiva, de Ferreiros, de 500 días juntos, de llorar
viendo películas pero no en la vida real, de los que dan besos a sus perros, de
los que prefieren estar durmiendo a casi cualquier cosa, de los que van con
Garzón, de los que piensan que no merece la pena traer a más bebes a un mundo
donde aún no se han terminado los libros de juego de tronos.
El resto del interludio entre ella y yo apenas duró nada: volvemos
dentro del jaleo musical, dos pasos buscando a sus amigas desaparecidas, una
respiración profunda y desacompasada, un gesto de timidez que sirve como señal para
mí (quien sabe si falsa y ensayada delante del espejo para cualquiera).
Ella ha bebido. Yo he bebido. Ella ha bebido más. Ella
cierra los ojos y ya no está mirando hacia la discoteca ni hacia sus amigas ni
hacia la playa. Ahora ella es el mundo y soy yo quien está mirando hacia ella
buscando la música, las olas y el alcohol. Ella se abandona y me pide que la
acompañe. Yo me abandono y la acompaño.
Ahora tiene ansiedad por salir de la discoteca, por arrollar
a la gente por las calles mientras me besa torpemente y sin mantener el
equilibrio. Tiene ansiedad por empujarme contra la pared y salir corriendo
calle abajo para que la encuentre. Si se lo propusiera, podría atracar un
banco, quemar una vivienda, aprender alemán o hacer una maratón. Lo que ella
quisiera. Y lo que quiere esta noche es abrir portales de un calentón.
La Luna, aquí, tiene un rostro diferente al que tiene cuando
la miro desde mi casa, y la gente habla en tono distinto según caminas hacia el
sur. Está bien. Me gusta estar aquí. Estoy en la parada de taxis, amaneció,
vuelvo a casa. Hay un grupo de mujeres peleándose con dos tíos por subirse al
mismo taxi. Yo me saco un cigarro aplastado y me lo enciendo. No tengo prisa.
Está todo bien. Este ballet de taxis veloces y acentos de sur me gusta.
Yo lo celebré con Cartojal y unos amigos a los que considero
familia. Ella en un reservado vete tú a saber con quién. No hace falta saberlo,
la serie ha terminado. No era necesario hacer siete temporadas y un spin off
para acabar aquello. Con los capítulos vividos y bebidos teníamos suficiente
para encajar la trama. Si nos veíamos al día siguiente haríamos lo mismo que
cuando te encuentras a tu vecino en los pasillos de Mercadona, se le saluda la
primera vez y se le ignora en el resto de los pasillos. No había maldad en
aquella decisión. Simplemente hay veces que lo que tiene sentido de noche ya no
lo tiene al día siguiente.
Hace poco leí en Facebook una frase de esas que tanta rabia
me dan, vaya usted a saber por qué. Decía: “Todo acaba bien si esperas lo
suficiente”. Pues no amigo, no. No vuelvas a esperar a que la situación haga
por ti lo que no te atreves a hacer solo.
No hay situación. No hay excusas. No hay gente. Como la
mayoría de las veces, solo eres tu contra ti mismo. Y no eres precisamente Rafa
Nadal jugando cuatro partidos al día en los juegos olímpicos, más bien eres
Usain Bolt corriendo 100m y yéndote a casa a descansar. Así que corre esos 100m
para conseguir el oro, cabrón.
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