Recibo una postal de otro universo, y sin poder de decisión
me cala una tormenta. Hasta los huesos. Uno no puede elegir este tipo de cosas.
Simplemente se forma un nudo en las sábanas y el fin de la noche retuerce tus
arterias.
Desde Troya se oyen murmuros y escándalos que nunca terminan,
de princesas raptadas y caballos que engañan a los que se creyeron reyes de su
tierra. En verdad, no se sabe a ciencia cierta hasta qué punto puede llegar el
dolor de la franqueza, el tablero donde se juega con lo que se muestra y lo que
se oculta. Juega tus cartas bien o vuelve al principio de nuevo. O quizás no
vuelvas a jugar y estés eliminado.
Y si la ignorancia da la felicidad, nadie tiene derecho a
arrebatártela. Yo siempre tuve prisa por ocultarme, pero así son los secretos,
una vez aireados solo queda tierra y cielo, y nosotros, y lo que no se había
dicho. Ahora ya podemos quedarnos en silencio por fin, y no tendremos miedo a
callar. Final feliz.
Siempre había pensado que las peores cosas de la vida no me
habían sucedido. El alfil avanza una casilla en diagonal y me guiña el ojo, me
dice que nunca este seguro de nada. Que nunca conoceré a nadie del todo. Ahora
que he alcanzado un nuevo fin en lo que puede sucederme, estoy completamente
solo. Se derrumban las perseidas y se proclama el fin del mundo tal como lo
conocía. Mi propia cabeza ya no responde a nada, me dice que no merece la pena
recoger los escombros y enterrarlos. Que no haga las maletas siquiera. Que
simplemente me vaya de allí dejando todo sin recoger. Que agarre al que yo era antes y me lo lleve conmigo lejos de allí, aunque ya no nos reconozcamos
mutuamente.
Estoy sentado en la mesa de la cocina. Intento respirar este
aire congelado que forma nubes de vacío por toda la habitación. Ni los ratones
ni las palomas me escuchan ya. Miro a la mesa, aún me queda un poco de café que
se ha quedado frío y paralizado.
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