miércoles, 26 de octubre de 2016 | By: Samuel R

EL ORDEN DE MI CUBERTERÍA

Ella cogió su teléfono y me llamó. Tras unos segundos mirando el móvil, decidí contestar. Me dijo que había tenido un mal día: había discutido con sus padres y no le apetecía estar en su casa. Le dije que no había problema en que se viniera a cenar conmigo y me contará que había pasado.

En media hora ella ya estaba en mi cocina revolviendo mi nevera y colocando los cuchillos con los cuchillos y los tenedores con los tenedores. Las servilletas en ángulo perfecto con el plato.  La música que a ella le gustaba sonando en el portátil. Mi casa se convirtió en la suya.

Me contó una ridícula pelea con su madre cuya conclusión era que nadie la entendía. Yo sólo podía pensar en la paciencia que tienen que tener algunas madres con sus criaturas, es una lástima.

Cenamos, fregué los platos, tiré la basura, vimos la película que ella quiso, y nos acostamos. Al terminar, desnuda y envuelta entre mis sábanas, me pregunto si se podía quedar a dormir. Ella siempre supo el momento exacto en que tenía que hacer las preguntas para obtener la respuesta adecuada. De modo que, derrotado ante la situación, le dije que se quedara.

Solté un “te quiero” espontaneo. Ella me contestó que también. La miré esperando algo más, un “yo también” nunca me ha parecido suficiente. Me dijo que tenía que aprender que era igual de bonito un “yo te quiero” que un “yo también”. Creo que nunca aceptaré eso.
Quizás no estaba tan mal, quizás aquello eran buenos tiempo. No lo sé, creo que no reconocería los buenos tiempos, aunque los tuviera delante. Antes era un papel en blanco, capaz de aprender lo que cualquiera tuviera que enseñarme, ahora soy más bien un papel lleno de tachones donde nada está suficientemente claro.

Días después volvió a llamarme. En esta ocasión no cogí el teléfono. Lo intentó hasta tres veces, pero me mantuve fuerte. Minutos después, me mandó un mensaje que decía que había tenía un mal día en clase y necesitaba hablar con alguien. “Está bien, pásate por aquí después de cenar”.

Allí estaba otra vez, sentada en mi sofá contándome que sus amigas no la entendían. “Claro que tus amigas no te entienden, ni yo, ni tus padres, ni tus abuelos, ni los putos extraterrestres te entienden querida” – pensé.

Me levanté y me salí al balcón a fumarme un cigarro. “Sigue contándome, desde aquí te oigo bien”. No, no la oía nada bien, pero era mucho más agradable el ruido de los coches pitándose unos a otros que oírla balbucear. Sabía que todo lo que le pasaba era culpa suya y no podía soportarlo. Me imagine a mí mismo prendiendo fuego al piso, saliendo por la puerta y echando la llave. Aunque, conociéndola, estaba seguro de que encontraría la forma de salvarse y contarme que había discutido con los bomberos.

Aquella noche también nos acostamos. Al terminar le dije que se fuera a su casa, estaba cansado y con ella no dormía bien.
- ¿Me vas a dejar volver a casa sola tan tarde? ¿Y si me pasa algo?
- Puedes pedir un taxi si quieres.

No lo pidió. Cogió la puerta y se marchó. Y mi casa volvió a ser mi casa. Y mi respiración volvió a acompasarse conmigo mismo.

Pero anoche tuve una mala idea, fui yo quien le mando un mensaje a ella. Le pedí que se pasará por mi casa para ver una película. Extrañamente, la echaba de menos. Quizás por la soledad forzada a la que estaba sometido, o quizás simplemente soy un poco masoca. Me respondió que era un capullo, que no la traté bien y que eso no volvería a pasar.
Vaya, ahora soy un capullo. Seguro que ya está buscando a otro para no pasar el trago de verse sola en un futuro, un nuevo esclavo para su colección de hombres sometidos.

Quizás, buscar a cualquiera no sea la solución a la soledad, a mí me parece más bien una ilusión. Convertir y adiestrar tu vida a la de otro no logrará impedir que encuentre a alguien mejor.


Y ahora ella estará en casa de un nuevo héroe anónimo que escuchará sus lamentos sobre lo cabrón y desconsiderado que he sido con ella, mientras le revuelve la nevera, coloca su cubertería de mayor a menor y ven la película que ella quiere. Y ahora mi nevera está desordenada como a mí me gusta. Procuraré no volver a traicionarme a mí mismo, otra vez más. A la decimocuarta puede que haya aprendido la lección.

1 comentarios:

bittersweet dijo...

Me he enganchado a tus historias :)

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