Oí el sonido del teléfono en la redacción sonando ininterrumpidamente
sin que nadie lo cogiera. Vi a la responsable de producción ocupada en mil
tareas a la vez y sin hacer ninguna bien, tal y como ocurría antes, tal y como
seguirá ocurriendo siempre.
A través del cristal, el técnico de la radio estaba haciendo
señas, intentaba decir al locutor que en dos minutos estarían en el aire.
Tenían que decidir quién saldría a presentar el programa hoy en mi ausencia.
El periodista más veterano se levantó de la silla entre
lágrimas y dijo: “Yo saldré a dar el programa hoy, él lo habría querido así”. Y
sin esperar respuesta alguna, cruzó el pasillo en dirección al estudio. No
parecía preocupado, o al menos a mí no me dio esa sensación. Siempre fue
experto en rellenar dos horas de programa con un folio en blanco. Al resto nos
ponía de los nervios.
Mi espíritu se deslizó a través de las paredes hasta el
estudio de radio para ver qué tipo de homenaje me darían.
Mi compañero se sentó ante el micrófono que yo siempre había
ocupado y que llegue a considerar de mi propiedad. Empezó a sonar una música
cursi y horrenda. Creo que era “Devuélveme la vida”, interpreta por Antonio
Orozco. No podía creer que hubieran elegido aquella tonada para recordarme. Una
canción que yo jamás había mencionado que me gustase, ni había puesto en el
programa. Mis oyentes debían estar incrédulos ante tal blasfemia hacia mi
persona.
El compañero, con una voz muy triste: “Buenos días. Como
pueden comprobar, no es Samuel la persona que les habla.” Y, sin que mi
espíritu flotante pudiera hacer nada para evitarlo, dio la triste noticia.
“Samuel no ha dejado. Ha sido de repente. Se ha ido como un pajarillo, sin
molestar”.
“Aún no podemos creerlo. Ha sido hace unas horas. No
puedo…”.
Mi compañero se quedó sin voz. Era visible que se estaba
derrumbando delante de mi audiencia. El técnico de sonido rellenó aquel
silencio subiendo el volumen de la canción y dejando que el bueno de Orozco
cantará por mi ausencia.
Cuando el locutor se recompuso, continúo hablando: “Hagamos
de este programa la despedida que se merece. Y lo haremos como él hubiera
querido, recibiendo las llamadas de los oyentes, sus oyentes, los que tantos
quiso”
Empezó a pedir por las ondas las llamadas de los oyentes
para que se despidieran de mí. Me hubiera gustado decirle que no fuera tan
lacrimógeno, pero solo podía escuchar desde el más allá.
“Espero que me disculpen, pero hoy es posiblemente el día
más triste de mi vida. Samuel, estés donde estés, va por ti este toro”.
Si, había dicho eso, a mí, antitaurino. Mientras Orozco
cantaba de fondo.
“Estamos recibiendo cientos de muestras de afecto y de
pésame. Cada una de esas muestras de amor, él las está recibiendo desde el
cielo de los locutores. Si nos estás oyendo, todos te queremos”.
Y comenzaron con la primera llamada.
- Nos llama Herminia. Adelante Herminia, buenos días.
- Buenos días por decir algo. Qué triste que nos haya
dejado, tan joven.
- Seguro que está en un lugar mejor, en el cielo de los
locutores – mi compañero seguía insistiendo con el cielo de los locutores, otra
vez. Me estaba poniendo de los nervios.
Empezaron a hablar de la compañía que hacía con mi programa,
de mi generosidad y bondad. Todo eran elogios a mi persona. Aquello fui
interrumpido por la entrada en el estudio de Jesús de Manuel, guitarra en mano.
No sé quién lo decidió así, pero pensaron que sería una buena idea que tocara
una canción de su último disco y me la dedicara a mí, tal y como yo hubiera
querido. Esperaba que las redes sociales ardieran ante tal despropósito, que
castigaran aquella indecencia ante mi recuerdo. Pero no fue así.
La voz de mi sustituto rompió a llorar cuando la canción
terminó. Pasaron a la siguiente llamada, Ortensia, vecina de mi abuela.
- Buenos días Ortensia. ¿Triste por la pérdida?
- Triste. Si. Triste. Se nos ha ido un referente.
- Si. Un maestro.
- Que le iba a preguntar. Eh… ¿Quién va a hacer el programa
a partir de ahora?
- Bueno, eso es muy pronto para decirlo. No es el momento.
- No estaría de más que nos dijeran quien lo va a hacer ahora.
Vamos, más que nada para hacernos ya a la idea…
- Insisto, es momento de duelo.
- Bueno, seguro que vuestra radio encuentra a una persona
que lo hace bien. Bueno, nada, un abrazo muy grande. ¡Que el tiempo todo lo
cura! Adiós adiós.
Y otra llamada.
- Vamos a continuar con este homenaje a nuestro querido
Samuel, que hoy se nos ha ido como un pajarico. Tenemos a Agustín al teléfono.
Adelante Agustín.
- Hola, muy buenos días. Bueno, yo no quería hablar de Samuel,
yo quería contar un caso. Vera, yo estoy divorciado y desde que no estoy con mi
mujer me he vuelto adicto a las pastillas para tos. Y bueno, quería ver si me
daban algún consejo para salir de este bache. He caído de bruces en la automedicación.
A ver si usted o algún oyente podían decirme algo.
No me lo podía creer, solo habían pasado unas horas desde mi
muerte y los oyentes ya habían recuperado la mecánica del programa. Deseé con
todas mis fuerzas que ningún oyente contestara a este imbécil. O que le
cantaran las cuarenta por haberme olvidado tan rápido.
- Ah, y otra cosa. Que este programa sin Samuel también
puede funcionar bien ¿eh? Venga, un saludo y gracias.
Cambiaron la canción de Orozco por una de la Oreja de Van
Gogh que ni siquiera podía identificar. Aquello iba de mal en peor.
- Nuestro querido Samuel no siempre era perfecto, tenía
también su carácter, era difícil de aguantar a primera hora de la mañana, pero
quien no, ¿verdad? A veces, si una cosa no salía como él quería, metía broncas
al equipo. Incluso nos llegó a insultar y a llamar hijos de la grandísima puta.
No era oro todo lo que relucía. Un momento, tenemos otra llamada, adelante
amiga.
- Hola. Buenos días. Yo llamaba porque he oído que ha muerto
Samuel. Vera, yo fui su novia. Estuve con él algunos años. Entiendo tantos
elogios, es normal que cuando alguien muere se recuerden las cosas buenas. Pero
no hay que perder, digamos, la objetividad. Ese chico era un cerdo que me puso
los cuernos y luego lo escribió en su Facebook. Me engañaba. Se paseaba por la
calle despreciando a los demás. Incluso alguna vez acudió borracho a casa de
mis padres y se orinó en el portal.
- Entiendo, entiendo. Gracias por su llamada, adiós adiós.
Las llamadas nunca terminaron. Jamás se produjo la
desconexión. Estuve condenado a escuchar durante toda la eternidad.
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