Nos despertamos temprano para el largo recorrido que teníamos
por delante, sabíamos que los mundos desconocidos exigen la máxima puntualidad por
parte de los interesados. Yo preparaba la maleta mientras ella daba alguna
vuelta más en la cama, era como un planeta que gira cuando el rey Sol comienza
a iluminarlo.
Sin saber muy bien que cosas íbamos a necesitar en nuestro
viaje más allá de las estrellas, eché sus gafas de sol con forma de corazón, un
paquete de cigarrillos y mis libros de aventuras extraordinarias por si el
viaje se nos hacía largo. Al final, ella se levantó de la cama y sus pies
descalzos reaccionaron contra el frío suelo, haciendo que se encogiera
levemente. Preparó dos cafés y desayunamos mientras mirábamos por la ventana
aquel paisaje que no volveríamos a ver nunca más.
Aunque era de día, las farolas seguían encendidas y su luz
resbala entre la niebla, espesa y constante, que camuflaba los besos
indiscretos que nos lanzábamos. Las luces de los semáforos cambiaban de color,
primero verde, luego rojo, luego verde otra vez. En otro tiempo le encontramos
sentido a ese orden, ahora nos sentíamos como extraterrestres cruzando la calle
principal de una ciudad desconocida.
Ella se metía por callejuelas y daba rodeos, estirando los
últimos momentos que nos quedaban en la Tierra. Me agarraba la mano con fuerza
y corríamos a través de los pasajes hasta quedarnos sin respiración. Siempre
que la miraba de reojo, ella estaba sonriendo.
Salimos de la ciudad siguiendo el sendero paralelo al río, arrastrados
por la corriente de su aroma. Entramos en un bosque de pinos que crecían y se
alargaban hasta ocultar el Sol y volver a convertir aquella mañana en noche
cerrada. Los animales que allí vivían se iban escondiendo a nuestro paso, observándonos
y siguiéndonos con la mirada, fingiendo que entendían lo que hacíamos. Quizás a
ellos les pasaba lo mismo que a mí, seguía a aquella mujer con la mirada sin
importarme si la entendía o no. Solo dejándome llevar.
Miramos el mapa una vez más para no perdernos, resolvimos
donde nos encontrábamos y donde se encontraba el infinito. Y continuamos
nuestra marcha hacia allí.
Seguimos caminando durante cientos de años, cruzando páramos
abandonados de toda civilización y escalando las montañas más altas que hubiéramos
podido imaginar, verdes, azules, blancas y rojas. Y nos juramos amor eterno
mientras la luna besaba los mares nocturnos, ausentes de oleaje, tranquilos y
en calma.
Cuando llegamos a la nave, todo era igual que cuando cruzamos
la puerta de nuestro apartamento aquella mañana de niebla. Nuestros corazones,
envejecidos después del paso del tiempo seguían conservándose jóvenes y
preparados para lo que estuviera por llegar.
La nave estaba llena de óxido y los faros colgaban de un
cable, el tiempo había pasado para todos por igual. Subimos, nos sentamos el
uno al lado del otro, nos dimos la mano y comenzamos nuestro viaje. Rumbo: Más
Allá.
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