El coche que iba detrás mía puso el intermitente izquierdo y
me adelanto a toda velocidad, lo cual hizo que me volviera a espabilar. Me
estaba quedando dormido y aún quedaban unos pocos kilómetros para llegar a mi
cama y dejarme caer, de modo que apagué la calefacción y subí el volumen de la
radio un poco más con el objetivo de que el frío y el ruido me mantuvieran
despierto lo que restaba de viaje.
Tres grados bajo cero y una espesa niebla eran mis
acompañantes en aquella marcha nocturna, mía y de otros tantos conductores que
mantenían sus coches a una velocidad continua por delante y detrás. Apenas se
podía distinguir el paisaje que nos rodeaba, ni las rayas que había dibujadas
en el asfalto.
De vez en cuando nos cruzábamos con algún coche que siempre parecía
ser el mismo repetido una y otra vez. Daba la sensación de que no iba a ninguna
parte, tan sólo daba vueltas en círculos una y otra vez sin un lugar a donde
ir. Seguro que él pensaba lo mismo de nosotros. Nos limitábamos a conducir y
esperar cosas. Esperábamos a que la canción se terminara y empezara otra que
también se terminaría. Mirábamos bobadas en el móvil. Esperábamos a que se
consumiera el cigarro para encendernos otro mientras observábamos fijamente lo
que pasaba a nuestro alrededor y esperábamos el momento de actuar. Mirar y
esperar.
Las luces de los coches que iban detrás de mí, erráticas y
difuminadas por la niebla, me iban siguiendo a través de este viaje hacia el
final del invierno. Notaba como sus faros me golpeaban, me retenían, se
aferraban a mi espalda e intentaban entrar en mi cabeza. Si las escuchaba
detenidamente podía distinguir sus voces llamándome desde el fondo del
precipicio, tentándome a que me asomara al abismo y me dejara llevar. Volvía a
sentir la llamada del sueño.
Una luz brilló en el firmamento. Miré y vi que arriba, más allá
de la niebla, dando saltos entre nube y nube, había una mujer. Se subió encima
de la luna y, usándola de trampolín, salto de cabeza hasta caer sobre el horizonte.
Se sumergió y desapareció. Al cabo de un rato volví a verla nadando a través de
las olas de espeso aire que nos rodeaban.
Deseé poder ser la niebla y envolverla.
Deseé que todas las criaturas de este mundo fueran mías e
hicieran lo que yo quisiera.
Deseé despertarme de una vez en mi cama. O en la suya.
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