Por las ventanas de la cocina entraba un calor pesado, seco,
áspero. Un invitado descortés y maleducado que se instalaba por toda la casa,
como un huésped más. A mí no me importaba invitarlo a un café, que me contará
como le había ido el día, o que le apetecía para cenar. Había espacio de sobra
para los dos en mi hogar vacío.
Había hecho las paces con mis entrañas. Por fin. Durante más
de cien años seguí el camino de baldosas amarillas sin darme cuenta que no
había baldosas, ni guerra ni victoria. Luchaba sin ejército contra un fantasma
que siempre me vencía. Al menos he sobrevivido, pero no me preguntéis como lo
he conseguido, porque no está nada claro.
Por la radio sonaba una canción antigua, de esas que
recuerdas desde siempre, pero no sabes cómo ha llegado a tu memoria. La mujer
que cantaba creyó oportuno sacarme de mis paranoias y romper el silencio de mi
cocina con aquella oda que hablaba sobre la soledad. Cualquiera habría llorado
en ese momento. Pero las lágrimas tenían un sabor distinto. Más dulce que
agrias. Bendita dulzura…
Ahora mi deporte favorito es desayunar fuerte y atiborrarme
de sueños para soportar la solemne estupidez de los hombres, de las calles y de
los autobuses, hasta que llegue la noche. Es entonces cuando me dejo llevar por
los delirios del alma y salgo a la calle con la satisfacción de comprobar que
mis demonios y yo estamos más únicos que nunca. Entre botellas llenas y mujeres
vacías.
1 comentarios:
Tu blog es una puta maravilla.
Un verdadero placer leerte.
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