Es realmente ingrata la pintoresca actitud de la gente al
irse a la cama. Todos los alegatos, el ímpetu y la palabrería se vienen abajo
cuando se hace de noche y se tumban en su colchón. Las formas, la elegancia.
Puto postureo. Allí importan una puta mierda las guerras del otro lado del
continente, las decisiones de los politiquillo de turno o el hambre que pase tu
vecino. Cerrado por descanso.
Duermen de cualquier jodida manera, perdiendo la dignidad que
tanto se empeñan en mantener delante de ti. La conciencia tranquila y el sueño
profundo. Y yo cada día duermo menos y peor. Todo es peor por la noche. Turbio.
Confuso. Sé de más. Pero no lo que tengo que saber. Y así paso las horas,
tumbado al lado del insomnio, mientras me susurra todas las cosas que nunca
podré ser.
Y te preguntas que harás mañana para seguir hacia delante. A
quien le robaré las fuerzas que no tengo para aguantar un día más, y después
otro. Y otro. Como podré seguir metido
en la marea humana que se mueve por inercia hacia donde lo hagan los demás,
para seguir con esos millones de proyectos que nunca termino, para sacar la
cabeza y respirar, aunque sea una vez.
Al final, terminas convenciéndote de que el desanimo es más
fuerte que tú, y caes derrotado noche tras noche con tu mejor amigo compañero,
Insomnio, a los pies de castillo. Basta de asedio por hoy. Mañana será otro
día. Ahora duerme. O haz como que duermes.
Pero los días son finitos, son traidores y maleducados. Te
amenazan con que un día terminaran. Tu locura y delirio muere con los días,
marginados en un rincón al que nunca tienes pensado regresar. Esa es la verdad.
Y es una maldita agonía. De modo que solo puedes morir, o engañar. Y de la
muerte no sé nada.
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