Subíamos las escaleras de la facultad en una marcha fúnebre
que bien podía haber estado compuesta por el mismo Chopin. Mirando los
peldaños, camino del tercer piso, hacía el despacho de Psicología.
Mi compañero y yo habíamos suspendido el examen final de Psicología
evolutiva del primer cuatrimestre. Un auténtico batacazo, joder, llevar solo
cuatro meses en la universidad y ya tener que andar suplicando a los profesores
que ese 4 se convierta en un 5 para que mis padres no se cuestionen la
continuidad de su hijo en una carrera cuyo precio desorbitado deja poco margen
para el error. Si cada vez que repites asignatura, el precio incrementa, ya
puedes cuidarte bien de no suspender, o se acabaron las fiestas universitarias.
Y, claro, para dos chicos de 18 años que aún no habían ni empezado a comprobar
lo que era la libertad fuera del pueblo, aquello era morir antes de nacer.
Pero el drama no acababa aquí. La cosa tenía mucha miga, os
lo aseguro. Resulta que el día del examen nos encontrábamos allí casi cien
alumnos sentados, mirando los apuntes de forma desesperada en un intento por
memorizar en los últimos minutos lo que no habíamos estudiado en las últimas
semanas. Todo un trajín de papeles entre mesa y mesa, preguntas a los compañeros
que parecían más inteligentes, apuntes guardados estratégicamente por si surgía
la ocasión de sacarlos en medio del examen, móviles de última generación con
todos los apuntes en pdf, mp3 con los temas grabados para que, aprovechando el
pelo largo de algunas y algunos, no se pudiera ver el auricular susurrando las
respuestas. Incluso llegue a ver a chicas escribirse chuletas en las piernas y
ocultarlas tras su falda con la excusa de: “Como el profesor es un hombre,
tendrá mas problemas que yo si me dice que me levante la falda”. Y de hecho así
era.
Todas estas argucias se conjuraban cuando de repente vimos
como el rector y el profesor de Didáctica entraban a clase, en lugar de nuestro
viejo profesor de psicología. Con toda el aula en silencio como si del comienzo
de una misa se tratara, se personaron en mitad y nos dijeron que nuestro
profesor había muerto de un infarto. Había dejado el examen preparado antes, de
modo que todo sigue su marcha rutinaria, haríamos el examen programado y lo corregiría
el nuevo profesor cuándo llegará.
Después de esta perpleja revelación, el rector se marchó, y
nuestro profesor de didáctica repartió los exámenes, se sentó en la mesa y nos
dijo: “Chicos, no me hagáis ninguna pregunta sobre el examen porque no tengo ni
idea, tenéis una hora y media, buena suerte”. Acto seguido, encendió su
portátil y dejó de prestarnos atención.
Había sido demasiada información para asimilarla de golpe,
muertes, exámenes que continúan… Pero lo más importante, y lo que más nos caló
como chavales con la mayoría de edad recién cumplida, era que teníamos vía
libre para copiar. Copiar como nunca se había copiado antes. Podíamos incluso
sacar los apuntes encima de la mesa y calcar la respuesta exacta. Aquella era
mucho mejor que un aprobado general, era un sobresaliente general.
Y así lo hicimos. Se podía palpar una euforia silenciosa que
recorría toda el aula. Incluso los alumnos que se había tirado semanas
preparándose el examen estaban de enhorabuena, se les había pasado el miedo de
no recordar algún dato concreto. Esa mañana, todos los compañeros de carrera
que allí nos encontrábamos éramos como hermanos cantando y bailando canciones
de góspel en una misa bendita y santificada gracias a la muerte prematura de
otro que no éramos nosotros.
Al salir del examen todo eran risas, palmadas en la espalda,
vítores y canticos: “Esta noche nos emborrachamos para celebrarlo”. Al margen
del carácter fúnebre de la situación, aquella era una de esas ocasiones mágicas
que te regala la universidad para tu uso y disfrute.
Pero salieron las notas, y mi amigo (amigo para siempre
desde aquel momento, todo el mundo sabe que suspender une mucho) y yo habíamos
suspendido. Si. La vida había alcanzado al ciego, y no sabíamos que podía haber
pasado. De modo que hay nos encontramos, subiendo las escaleras de la facultad
para reclamar la nota de un examen que habíamos copiado a la perfección.
Llegamos a la puerta del despacho y miramos la nueva placa
recién colocada: Emilia Guevara. Emilia… nombre de abuela, nombre de poseedora
de huerto, gallinas, ajos, dos gatos medio silvestres y experta en conejo al
ajillo. Emilia… Nuestra nueva profesora se llamaba Emilia. Miré a mi compañero
y amigo, y él me miró a mi. Había que tener claro el plan antes de entrar a
reclamar algo que sabíamos que no era reclamable desde un punto de vista moral.
Aunque la moralidad solo sea un lastre para el avance del ser humano, de vez en
cuando asoma por la parte superior de tu cabeza, como el clip del Word, para
recordarte algo que no quieres recordar. “Recuerda que el objetivo es no saltar
a la primera con que tenemos la respuesta exactamente igual que en los apuntes,
o resultará muy sospechoso”.
Conté hasta tres y abrí sin llamar a la puerta. Allí estaba
nuestra nueva profesora, amagada sobre la mesa, con una bolsa de gusanitos abierta
en canal, la boca y las manos llenas de migas. Una mujer de largo cabello
rubio, insultantemente joven y atractiva, cuerpo perfectamente cincelado. Como
la Venus de Botticelli, pero en lugar de cabalgando los mares sobre una concha,
nuestra nueva musa estaba encorvada comiendo gusanitos como una cerda. Una
autentica cerda. Y aquello era mucho mejor. Aún no lo sabía, pero aquella
imagen me acompañaría el resto de mi vida.
No os puedo decir a ciencia cierta que pasó en ese encuentro
con nuestra nueva profesora, solo que salí del despacho suspenso y enamorado. Y
feliz. Emilia me había jodido bien. No fue la última mujer que haría algo
parecido, pero aquella cerda manchada de migas de gusanito me ganó la partida.
Días después, caminando por los pasillos, vi a mi femme
fatale particular hablando con otro profesor, diciendo que ayudaría a aquella
pequeña profesora recién llegada a corregir los exámenes finales y a lo que
hiciera falta. En la cara de aquel profesor de mediana edad vi mi propio
reflejo, mi cara de gilipollas al que habían engañado.
Las mujeres bonitas son lobos para los hombres idiotas.
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