Estaba intrigado por la nota que había aparecido debajo de
mi puerta. Sobre todo, porque era la puerta del armario. Aquella nota tenía el
nombre de mi compañero de piso.
No sabía cómo había aparecido aquel papel allí, estaba solo
y mi compañero aún no había vuelto de trabajar. El armario guardaba los
utensilios de limpieza: escoba, fregonas… O eso creo, porque no solía hacer
ningún uso de todo eso.
Dejé la nota encima del escritorio y me decidí a aprovechar
el día, así que encendí la consola.
Horas más tarde mi compañero de piso llegó del trabajo con
la mirada de superioridad moral que le otorgaba tener nómina mientras yo
ingresaba las listas del paro, jugaba al Street Fighter y comía magdalenas. Comenzó
su discurso de todos los días, que si tienes que buscarte trabajo, que si la
casa estaba hecha un desastre, que si ya podía limpiar el baño de vez en
cuando… Harto de escucharlo, apague la consola y hui del salón sin contestarle
siquiera. Entré en la cocina y me dispuse a hacerme la comida. Tenía unos pocos
macarrones y unos pocos tallarines, así que me toco mezclarlo todo para obtener
un plato completo.
Tambien puse la sarten con algo de carne picada y saqué el
pan del congelador para meterlo al horno. En aquel momento mi compañero entro
en la cocina como un perro que aún no había terminado de ladrar todo lo que él
quería.
“Vaya comidas te haces, eres ridículo, ya podías bajar a
Mercadona y no andar apurando, así como te vas a echar novia…”. El aceite
empezó a quemarse y mientras iba a bajar el fuego tropecé y la sarten y la olla
cayeron al suelo, dejando la cocina como una piscina de aceite de girasol,
macarrones y tallarines nadando por debajo de los muebles y el frigorífico.
Mi compañero soltó una carcajada y dijo: “¿Sabes lo que vas
a ser toda tu vida? Un desgraciado”. Entonces oí un fuerte pitido que quemaba
mis oídos y vi como la cara de aquel ser ingrato se convertía en formas y
colores que se cruzaban y generaban poliedros que se reían de mí.
No podía aguantar más aquello.
Cogí la barra de pan congelado y con toda la violencia que
pude golpee aquellas formas y colores hasta que cayeron al suelo, sangrando y
mezclándose con el aceite aún caliente.
Me había costado menos matar a mi compañero que a muchos
enemigos en la Play.
No tenía ni idea de cómo iba a limpiar todo aquello, así que
salí y cerré la puerta esperando que de algún modo todo se solucionará solo. Aquello
iba a empezar a oler y a llamar la atención de mis vecinos, tenía que trazar un
plan. Tenía que salir a la calle para despejarme.
Al cruzar la puerta me encontré con mi vecina, batín azul
fluorescente y zapatillas de estar por casa. Mierda, no tenía tiempo para esta
petarda. “Buenos días vecino, que tal, ¿has encontrado trabajo por fin?”. “No
señora, con esto de la crisis…” dije mientras bajaba las escaleras sin pararme
ni a mirarla. Pero la señora me siguió. “Bueno, no todo es la crisis, es que
buscas poco ¿verdad?” dijo mientras se carcajeaba. Al no obtener respuesta por
mi parte continuó con sus preguntas en aquella extraña carrera escaleras abajo
que estábamos haciendo. “¿Y para cuando te vas a echar novia? ¿O eso también es
la crisis?”.
Paré en seco. No podía ser. No podía haber dicho eso. Hoy no
era el día. Me puse frente a ella y la empuje escaleras abajo. Cuatro pisos
bajados a toda velocidad como una roca enorme que persigue a Indiana Jones. Cuando
aquel cuerpo celulítico llegó al suelo aún podía oír sus lamentos, la muy zorra
no había muerto. Volví a casa para coger la barra de pan congelada, mi arma
blanca particular. En la puerta del armario había aparecido una nueva nota, con
un nombre de mujer. Me lleve una pequeña alegría, después de tantos años ya
sabía cómo se llamaba mi vecina, aunque a partir de ahora sería vecina de la
gente del cementerio.
Bajé las escaleras hasta llegar al portal y como un sádico
golpee y golpee a aquella señora mientras gritaba su nombre. La barra se estaba
descongelando y ya no era tan contundente, así que tuve que machacarme con ella
durante bastante rato, mientras la barra se partía y la sangre manchaba las
paredes.
En pleno euforia por mi nuevo trabajo, volví a mi casa
esperando la nueva nota que me indicará que hacer a continuación. Pero allí no
apareció nada, tampoco podía encontrar las notas anteriores. Todo había
desaparecido. Miré fijamente la puerta y grité: “¡Que más quieres de mí,
Dios!”. Pero no pasaba nada.
Por la ventana se coló el sonido de sirenas de policía a
toda velocidad.
Uno de mis vecinos dio testimonio a los medios de
comunicación: “Era un chico muy majo, siempre saludaba. Aquí todos le queríamos
mucho, no sé qué le ha podido pasar…”
0 comentarios:
Publicar un comentario