Y desde la perspectiva del espectador que ve y opina solo
para sus entrañas, la vida se desarrolla siempre con total normalidad, sin
movimientos bruscos ni alfiles que se salgan del tablero. Simplemente entras en
las vidas ajenas, juegas con sus vísceras un rato y después te vas, o te echan.
Tendrás suerte si al menos te dejan elegir. Y tras todo eso, no queda rastro
alguno de las intersecciones que una vez blandieron sonrisas, o lágrimas, o
sexo, o grima. Hojas en blanco que no se pintarán de acuarelas ni sensaciones.
Tal solo llevamos encima un puñado de besos que ya hemos calculado un millón de
veces, de caricias que ya prediseñamos en la juventud y sabemos que funcionan
siempre igual. Tan solo eres mi mentira número un millón. Y deberías alegrarte,
al menos no eres la un millón uno. El pan y el aceite con el que entretenemos
nuestra vida y las ajenas.
Patalea si no lo crees así. Grita a los pocos vientos que
queden y quéjate. Nadie te escuchará. Adelante, inténtalo, a ver si alguien
reacciona. Pero no lo conseguirás. Esto consiste en empujar la vida como
buenamente puedas, de un sitio para otro, o dejarla apalancada en la silla de
tu ordenador. Tirar de los días y de las noches, tirar de las mujeres que te
gustan. Tirar de tu cansancio. Y sobre todo, consiste en no escuchar. La vida
hace mucho ruido y no merece la pena escuchar el ruido de los demás. Y cuanto
más grande se hace todo, es mucho peor. La vida nos la suda.
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