Y en medio de la nocturnidad ininterrumpida de las tormentas
que revolotean por mi cabeza quebrada y maltrecha, un viento puede venir y
expulsar las manos que ahogan, al menos durante un breve amanecer. Entonces
todo vuelve a parecer fácil y cristalino, dócil. Todo cambia de posición, una
alegoría planetaria que una vez cada mil años decide equilibrar la traslación
de nuestras vidas.
Ese maldito mundo malintencionado se muestra débil como nunca
lo habías visto, una pequeña pelota que puedes empujar al acantilado sin ayuda
ni rescate. La puedes insultar, maltratar… Quizás sea el momento perfecto para
dejar de pensar en los triunfadores de la vida, los que vencieron y se reflejan
desde su trono reprochándote lo mucho que te queda por sufrir, mientras su
cetro hace mover a conocidos y extraños. Tal vez puedas tocar con los dedos
todo aquello que poseen.
Y es que la vida del perdedor no es más que un largo descenso
por las laderas del rechazo, soñando con llegar al suelo de una vez y olvidar
allí todo lo pasado. Pero nunca llegas al final del precipicio.
Y a pesar de ver con lucidez el problema y la solución, mi
voluntad se vuelca a cada viento que sopla por los cuatro puntos cardinales,
quizás por culpa de coger y reparar los sueños que me encuentro por las aceras
y dejarlos volar, para quedarme solo de nuevo. Quizás por eso mi conciencia
tiene grietas por las que se filtran la podredumbre y la desidia.
Tendré que esperar la ceguera para empezar a ver un mundo
feliz.
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