El pasado cambia de un día para otro, se mueve y repta por
las mentes cambiando de forma y silueta. Y así los recuerdos se transforman en
agradables o extraños, o ácidos, o dispersos. O tan lejanos que parecen
imposibles.
Si eres capaz de alcanzar suficiente distancia entre lo que
tu cabeza dice y lo que la realidad escupe, puedes ver con ojos ajenos y
descubrir nuevos pliegues imprecisos de los que te saltas cuando todo va bien.
O más bien cuando pretendes que todo vaya bien. Y es que la idealización de las
relaciones que comienzan es tan poderosa como tú quieras que pueda ser.
Aquellas indiferencias áridas, secas e ingratas, aquellas granujadas tan cínicas a las que excusábamos con las reflexiones más rebuscadas… Debían ser cosas del romanticismo y sus chifladuras, la pasión atontando las mentes otra vez más.
Solo cuando se ha evaporado el espesor que no dejaba ver con
claridad, solo cuando eres consciente de lo cruel que puedes ser y que puedes
no ser, es cuando ves las guarradas que tu débil pasado carga a sus espaldas,
arrastrando por el desierto sin que nadie supiera de su existencia. El pobre
diablo al que ocultas cuando hay visitas ha salido de su escondite. Y ahora lo
tienes delante de tus narices.
Y es que basta con mirarse a uno mismo para hacer memoria de
todos los desfalcos que hemos causado en vidas ajenas. Que todos nos creemos
buenos y bondadosos. Todos. Pero no te confundas, deja que el viento congelado
airee tu conciencia y saque toda la mierda. Mírate. Has asesinado la poesía,
has escupido sobre quien amabas. No quedan misterios ni escondites. Hemos sido
jodidamente falsos, seguramente por el simple hecho de que nos la sudaba, o
quizás por algo más perverso.
El pasado te puede desvelar que eres un experto en disparar a
quien amas por la espalda. Tan solo tienes que mirar bien.
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